La Autoimagen Infantil
Cada mañana el espejo del baño nos informa sobre cómo está nuestra apariencia personal, que tal nos quedan el traje y el peinado.
Esos retoques frente al espejo sirven para devolver la seguridad y el aplomo necesarios para enfrentar a nuestros compañeros de trabajo, al jefe o a los alumnos durante ese día.
Nosotros sólo podemos saber cómo es nuestra imagen en la medida en que otro, el espejo, nos la devuelve y nos permite apreciarla críticamente, aprobándola o desaprobándola.
En los niños, la imagen que ellos tienen de sí mismos es también “refleja”; surge de la observación que hacen otros acerca de ese niño. El espejo donde ese niño se mira para aprobarse o desaprobarse es la opinión de los adultos que lo rodean.
Durante los primeros diez años de vida, el niño elabora una imagen de sí mismo a partir de la información que recibe de los demás, construye un concepto de sí mismo y le otorga un valor, que llamamos “autoestima”; la autoestima contiene una apreciación de cuanto se vale y de cuanto se puede, es decir, un juicio de valor y un juicio de poder como capacidad de cambiar. Los adultos más importantes y decisivos en la formación de la autoimagen son los padres y los profesores.
A menudo se dice que la autoimagen depende de las experiencias que vive el niño; de allí que muchos psicólogos infantiles hayan recomendado que se eviten las frustraciones a los niños, para que no se deteriore su autoimagen. La verdad es que las personas que rodean al niño son mucho más decisivas en la formación de la autoimagen que las experiencias frustrantes o gratificantes. Los niños pueden tolerar grandes adversidades, si están rodeados de adultos afectuosos y comprensivos.
Los adultos influimos de muy variadas formas sobre la autoimagen de los niños: nuestro primer aporte consiste en ser capaces de entregar al niño, en sus primeros meses de vida, la confianza básica, es decir, la posibilidad de creer que es digno de ser amado sin condiciones, y de ser aceptado sin reparos; esta aceptación incondicional es fácil cuando el bebé es sano y hermoso, pero es una tarea ardua si el pequeño nace malformado, enfermo o con limitaciones de alguna índole. La condición más dramática de no aceptación la vive el niño abandonado por su madre, ya sea por abandono físico (es dejado en una sala de hospital, por ejemplo) o por abandono afectivo (la madre está severamente perturbada o enferma). Los niños que son intensamente amados desde el primer día de nacidos, desarrollan en su interior una poderosa fuerza innata, llamada confianza básica, que será el terreno fértil para que posteriormente surja una adecuada autoestima.
Más adelante, los adultos influimos en la formación de la autoimagen infantil a través de nuestros juicios y opiniones acerca de su comportamiento o características. Ciertos apodos pueden ser muy dañinos; ciertos comentarios ácidos, que emitimos creyendo que les “picaremos el amor propio”, pueden ser tan corrosivos como el cloro sobre el alma vulnerable de un pequeño. Tales frases hirientes o descalificatorias suelen ser empleadas “inocentemente” por padres y profesores muchas veces cada día: “eres un incapaz”, “actúas como si no tuvieras sesos”, “me vas a matar un día de estos”, “eres irremediablemente tonto”, y otras “frases para el bronce”, han salido de nuestros labios muchas veces, y seguirán saliendo si no nos detenemos a pensar en su impacto…
Un padre rígido, arbitrario e intransigente, que no admite razones y descalifica en vez de dialogar, genera en sus hijos un irreparable sentimiento de inseguridad, minusvalía y miedo a ser autónomo. Expectativas irreales o exageradas van minando en los niños la confianza en sí mismos; hay padres que ya han decidido el destino de sus hijos antes que estos nazcan. “Serás médico como yo”, o “serás un pianista como la abuela”, son vaticinios que sólo contribuyen a convencer al niño que es un ente, un títere sin capacidad de decisión, especialmente si carece de los atributos intelectuales necesarios para acceder a la universidad, o no posee ese oído privilegiado que hizo de la abuela una pianista eximia.
Así como nos invade una sensación de abatimiento cuando el espejo nos dice: “hoy no es tu día, luces horrible”, la autoestima de un niño puede irse al suelo en forma irreparable, si los adultos no hemos contribuido a formar en ese niño una imagen de sí positiva, con certeza acerca de sus cualidades y aceptación de sus debilidades, con una apreciación realista y optimista acerca de su valor y de su capacidad de crear, de mover el mundo.
Los niños con una adecuada autoimagen son niños seguros de sí mismos, conocedores de sus limitaciones, confiados, optimistas, resistentes al stress, ávidos de aprender, alegres y cariñosos; saben aceptar sus fracasos, son solidarios y saben apreciar el valor de las cosas pequeñas. Por el contrario, los niños con una imagen negativa de sí mismos, son muy inseguros, no aceptan sus limitaciones, reaccionando con rabia e impotencia; desconfían de adultos y pares; son pesimistas, insatisfechos, muy vulnerables al stress; no se interesan por conocer el mundo que les rodea, se inhiben frente al aprendizaje; andan malhumorados, ariscos; no aceptan perder, son egoístas y ávidos de poseer bienes materiales: costosas zapatillas deportivas, ropa de marca, sofisticados equipos para jugar tenis, etc. Al crecer, serán adultos igualmente desconfiados, egoístas, inseguros y ávidos de una riqueza material que no logra calmar su intolerable sentimiento de minusvalía.
Papá, profesor, adulto: ¿qué tipo de adulto deseamos para el futuro?
Por Dra. Amanda Céspedes